Marc y Sonia recordaban, en silencio, los últimos minutos de las vacaciones recién finalizadas. El taxi que les había recogido en el aeropuerto, atravesaba la autopista solitaria. Eran las tres de la madrugada. Marc sonreía; Sonia pasaría unos días en su casa. La aventura les había salido bien. No sólo por haber superado, a pesar de no estar entrenado, la ruta de senderismo, sino porque él y Sonia habían consolidado su relación.

—Podríamos hacer nuestra primera salida en grupo: ¿Qué te parece una ruta de senderismo? Un poco de aventura con un guía que conozca la zona, relacionarnos con otras personas, intimidad por la noche… —había propuesto ella dos meses antes.

Si dormir con Sonia una semana pasaba por andar cinco horas al día, atravesando la isla de Madeira, habría que intentarlo, pensó Marc, que, sin dudarlo, reservó los pasajes.

La llave rechinó y la puerta se abrió rompiendo el silencio de la madrugada. Sonia seguía a su anfitrión sin perder detalle de todos y cada uno de los rincones de la casa. Sorteaba algunos de los objetos que él iba esparciendo por el pasillo: la mochila, el anorak, los zapatos. De repente, se encontró en el lavadero. Marc había empezado una especie de estriptís delante de la lavadora. Ella le miraba con una mezcla de sorpresa y divertimento.

—Ahora te toca a ti. —le dijo él, después de introducir la camisa dentro del bombo y quedarse desnudo.

—¿Yo? —esbozó Sonia.

—Lo hago siempre cuando llego de viaje, así mañana sólo hay que poner el jabón y la lavadora en marcha. —aclaró Marc, con naturalidad.

Él la ayudó a desprenderse de la ropa sudada del viaje. Sus cuerpos se rozaron, primero sutilmente, hasta que Sonia lo achuchó con un gran abrazo. Marc le mordisqueó la oreja mientras le susurraba:

—¿Vamos a la cama? Mañana nos ocuparemos de las maletas.

Rosa hacía la maleta con pocas ganas. ¿Qué necesidad había de celebrar las bodas de oro?, se decía. ¿Enamorada? ¿Alguna vez, algún día, sólo un segundo? ¿Cuándo? ¡Patrañas! Algo que sucede en las series de la tele, se recriminaba. Porque los chicos nos han organizado la fiesta y pagado el viaje, que si no… ¿Qué vamos hacer Antonio y yo en Mallorca? A nuestra edad. A ver, ¿a quién le podía apetecer, a estas alturas de la vida en pareja, irse de viaje con el barrigón de mi marido? A ella por supuesto que no.

Bastante difícil había sido para Rosa aceptar la jubilación anticipada y tenerlo todo el día en casa sin hacer nada. Con lo bien que estaba sola, dueña y señora de su hogar entrando y saliendo cuando le apetecía.

—¡Antonio! La maletas ya están, puedes cerrarla y dejarla en la entrada. Así estará todo listo cuando nos recojan los chicos para llevarnos al aeropuerto mañana. —le dijo mientras zarandeaba y despertaba a Antonio de un sueño hipnótico delante del televisor, tumbado en el sofá—. ¡Ah! Dúchate antes de meterte en la cama.

En casa de Marc las maletas siguieron abandonadas, dos días más. Había tanto deseo por colmar, que las noches se les hacían cortas. Desplegaban, bajo las sábanas, los mapas de sus cuerpos: a besos, a mordiscos. Lamer la piel, capa a capa, les sumergía en un océano de placeros ocultos. Abrazados, presos del anhelo de fundirse el uno con el otro, zigzagueaban las corrientes marinas que les sacudían. Olas mansas acudían al rescate cuando el cansancio los llevaba al límite, acunándoles mientras las sales de sus fluidos se mezclaban en un cóctel de éxtasis. No echaban en falta las maletas que les aguardaban en el cuarto de la lavadora.

Rosa y Antonio habían conseguido llegar a la cola de embarque sin demasiadas incidencias. No les fue fácil atravesar el laberinto de escaleras mecánicas ni interpretar las señales que indicaban la dirección correcta. Eludieron en silencio comunicándose sólo por señas el flujo anodino de personas que deambulaban por los amplios pasadizos del aeropuerto. Todas ellas arrastraban celosamente las maletas trolley, con el valioso bagaje que contenían: su cultura, su historia, su edad, su destino.

Ya en la cola, la voz de Antonio, para Rosa, sonaba como un eco lejano:

—¡Las tarjetas! ¡Las llevabas tú en la mano! —recriminó a su mujer—. Que no tenemos todo el día.

Ella dejó de rascarse la nariz, era un tic que a veces se le descontrolaba, y con un gesto automático entregó la documentación que le reclamaban. Cuando el avión despegó, Rosa sólo podía pensar en cómo sobreviviría la noche; la idea de compartir el mismo lecho la angustiaba. ¡Eran ya tantos años de retiro monacal!

Sonia, como si hubiera rebuscado en el baúl de los recuerdos, entró en la habitación vestida con unos enormes gayumbos blancos. Los sujetaba con ambas manos a la altura de los pezones.

—¿Te gusta? ¿Estoy sexy? —dijo mientras bailaba con un aire sensual.

—¿De dónde has sacado esto? —exclamó Marc.

—Estaba en mi maleta. ¿Quieres unos tirantes para jugar a Bony and Clyde?

Al esgrimirlos en el aire como si fuese una domadora de leones, a ella, se le cayó el atuendo que llevaba puesto. No le dio tiempo a recogerlo; Marc mandó los gayumbos, con un movimiento rápido del pie, debajo de la cama, y se apoderó de los tirantes para seguirle el juego al tiempo que le susurraba:

—¿Y dónde esta la bolsa roja con tus juguetitos?

En un hotel del paseo marítimo de Palma de Mallorca, Rosa amanecía esposada a los barrotes de la cama y sonreía con una mirada lasciva; parecía una adolescente. Antonio seguía rebuscando en la bolsa de satén rojo que había encontrado en una de las maletas. Rosa acertó de pleno al incluir, en el equipaje, el saquito colorado con todos esos cachivaches. Antonio estaba entusiasmado; no dejaba de pensar en lo picarona que se había vuelto su mujer. Tal vez siempre lo había sido, se decía a sí mismo, sin dejar de recriminarse los cincuenta años desaprovechados.

—¿Sabes para qué sirve esto? Si lo uso de alianza es demasiado grande, ¿verdad? Es que no me encaja. —Comentó mientras ponía y sacaba un anillo de placer en cada uno de los dedos de la mano.

Moon Oliver

Benicarló 14 de Agosto del 2018

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